Carrito

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“Bueno y barato”

“Forest 444: aceite bueno y barato”, decía mi papá cada vez que nos preguntaban cuál era el número de socio, porque teníamos el 444 grabado con un sello en la credencial de cartulina. El videoclub se llamaba The End y quedaba a dos cuadras de casa. Estaba montado en un garage, en la época en la que los parripollos, las canchas de paddle y las remiserías se habían vuelto el tapizado de moda en la ciudad. The End tenía dos sucursales: The End I y The End II, y de las dos salían las cajotas con películas VHS que alegraban mis tardes.

No había internet ni teníamos cable -y esto parece prehistórico- pero en los videoclubes se enojaban si no rebobinabas la película. Tenían ficheros de cartón en los que anotaban qué se llevaba cada socio y de acuerdo con cuándo la devolvías, te cobraban: dos pesos con cuarenta si te la quedabas veinticuatro horas y tres con sesenta si te la quedabas treinta y seis. Así de fácil.

Ir al videoclub para alquilar VHS o cartuchos para el Family era mucho más divertido que ir a la verdulería o a la farmacia. Parece que fue hace cien años pero no pasaron más de veinte: las farmacias eran oscuras y tenían un olor particular, olor a farmacia, olor a remedio, un olor que dejó de existir cuando apareció Farmacity. En los videoclubs uno se podía quedar horas viendo las cajas y eligiendo. Si no te podías decidir, le preguntabas al que atendía: un gordito que se parecía a Jack Black y que se las había visto todas. Te empezaba contar de qué trataban y en algún momento el relato se cortaba en seco. Jack Black te decía: no te puedo contar más, la tenés que ver. Y te dejaba con la intriga, para que se la alquiles.

Un día el videoclub “The End” desapareció. Con ese nombre, tenía el destino escrito de antemano.

Un día también desapareció mi papá: tenía quince años esa tarde en que me llamaron y me dijeron que ya no estaba. Mamá había ido al supermercado y atendí yo. Me acuerdo cada segundo de ese llamado, que habrá durado menos de un minuto pero fue eterno. Muerte súbita, dijeron. Así. Una lección rápida y muy concreta sobre la vida: en un momento estamos y de un momento a otro podemos ya no estar. Todos nuestros planes, deseos, alegrías y sufrimientos, dejan de un segundo a otro de estar en este mundo. Así, tan sencillo como eso. Así, sin más.

“Forest 444” decía mi papá
y el gordito del videoclub ya se había aprendido la respuesta: “aceite bueno y barato”, y los dos se reían. La frase, que ya me fastidiaba, era de una publicidad que pasaban en la radio quién sabe en qué época; a mí me parecía cavernícola, como le debe parecer a un chico de ahora tener que ir a devolver un casette gigante y pesado, lleno de cinta.

En eso estuve pensando esta semana mientras metía en cajas y bolsitas, un montón de regalos para papás de todo tipo: en que es cierto que a veces las fechas conmemorativas son una hinchapelotez y una excusa para que las tiendas vendamos más cosas, por qué negarlo. Pero también es cierto que son un recordatorio para que en medio de la vorágine en la que vivimos, hagamos un parate y le demos un beso a los que queremos, o aunque sea compartamos con ellos un ratito un poco más especial que de costumbre.

Por eso, si tu viejo anda por ahí, acercate y decile que lo querés aunque no entienda nada. Tomen juntos un plato de sopa y hagan ruido, vean el partido o nada más aguantale que diga esa boludez que dice siempre, esta vez sin fastidiarte.

Y si te dice “Forest 444”, dale un abrazo, que es bueno y barato, como el aceite. Uno de esos abrazos cotidianos, cortitos y calentitos que saben dar los papás y que tan pocas veces les pedimos, creyendo que van a estar ahí, esperándonos siempre.

6 Replies on

“Bueno y barato”

  • No esperaba verme tan identificada, creí que iba a ver fotos de nuevos regalos para padres, y pensé que el mío, se fue de repente a mis 20, sacudiéndo la vida de esta hija única. También compartía y completaba sus frases. Que quienes puedan, pasen un día acompañando a su papá o a quien tenga ese lugar en sus vidas, y atesoren también esos simples pero dulces recuerdos que nos dicen quienes somos para siempre.

  • Me mataste flaco. Tengo 56 y por suerte aún está quejándose todo el día a sus 90. Me considero un privilegiado al tenerlo al lado mío aún y por eso no dejo de abrazarlo. Gracias por la historia.

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